Guillermo Kahlo Alcalá
Eternidad fragmentada
Rostros que nos acompañan, ojos que nos devuelven la mirada, gestos que en su franqueza o sutileza, se quedan con nosotros. A través de la historia los grandes retratos son elocuentes del momento y situación de las personas que quedaron plasmadas, del talento de quien los ejecutó. Están fincados en su tiempo y lo trascienden.
Por encima del acto mecánico que les dio origen, tienen su propia historia y la posibilidad de injertarse en la historia de todos. Representan la singularidad de las personas retratadas, de los autores y también de quienes los miran. Esta particularidad puede llevarse al extremo al fotografiar a una persona inclusive en su ausencia, a través de sus prendas, objetos o espacios.
En el acto fotográfico un instante nos aproxima a la esencia humana descrita en nuestra individualidad. Guillermo Kahlo Alcalá (1961), ha hecho una profesión de ello desde hace más de 30 años. Sus referentes - como lo ha reconocido en varias ocasiones— son retratistas como Julia Margaret Cameron (1815-1879), Edward S. Curtis (1868-1952), Irving Penn (1917-2009) y Richard Avedon (1923-2004). Sin embargo es su propio proceso deductivo el que lo lleva ejecutar una retratística única, con lo que ha fijado su propio lugar en la historia.
A este proceso introspectivo en su ejecución y resultados, muchas veces antecedido por anécdotas memorables, Kahlo suma una materialidad notable en su obra. Puede ser una impresión fotográfica en plata sobre gelatina, digital o en tintas, como las que ha publicado en numerosas revistas y libros. Todas sus imágenes expresan una sensación tangible, producto del cuidado extremo en los procesos y de la factura última en su impresión y presentación.
Su obra nos atrae, nos cuestiona, nos identifica; contiene el tiempo y nos aproxima a una eternidad fragmentada, a la universalidad de todos nosotros.
Gina Rodríguez
Historiadora y curadora de la fotografía
Centro Histórico de la Ciudad de México, agosto de 2016.
Guillermo Kahlo Alcalá
Eternidad fragmentada
Rostros que nos acompañan, ojos que nos devuelven la mirada, gestos que en su franqueza o sutileza, se quedan con nosotros. A través de la historia los grandes retratos son elocuentes del momento y situación de las personas que quedaron plasmadas, del talento de quien los ejecutó. Están fincados en su tiempo y lo trascienden.
Por encima del acto mecánico que les dio origen, tienen su propia historia y la posibilidad de injertarse en la historia de todos. Representan la singularidad de las personas retratadas, de los autores y también de quienes los miran. Esta particularidad puede llevarse al extremo al fotografiar a una persona inclusive en su ausencia, a través de sus prendas, objetos o espacios.
En el acto fotográfico un instante nos aproxima a la esencia humana descrita en nuestra individualidad. Guillermo Kahlo Alcalá (1961), ha hecho una profesión de ello desde hace más de 30 años. Sus referentes - como lo ha reconocido en varias ocasiones— son retratistas como Julia Margaret Cameron (1815-1879), Edward S. Curtis (1868-1952), Irving Penn (1917-2009) y Richard Avedon (1923-2004). Sin embargo es su propio proceso deductivo el que lo lleva ejecutar una retratística única, con lo que ha fijado su propio lugar en la historia.
A este proceso introspectivo en su ejecución y resultados, muchas veces antecedido por anécdotas memorables, Kahlo suma una materialidad notable en su obra. Puede ser una impresión fotográfica en plata sobre gelatina, digital o en tintas, como las que ha publicado en numerosas revistas y libros. Todas sus imágenes expresan una sensación tangible, producto del cuidado extremo en los procesos y de la factura última en su impresión y presentación.
Su obra nos atrae, nos cuestiona, nos identifica; contiene el tiempo y nos aproxima a una eternidad fragmentada, a la universalidad de todos nosotros.
Gina Rodríguez
Historiadora y curadora de la fotografía
Centro Histórico de la Ciudad de México, agosto de 2016.